La pelota

El niño y la pelota


Por C.M.Borja



Erase una vez, en un lugar y un tiempo muy lejanos, un pueblo fantasma habitado por hombres de frío corazón. El cielo estaba hecho de nubes pesadas y sombrías y la tierra solo era cenizas estériles e inertes. Nada florecía en ese lugar, ni las flores, ni el pasto, ni la esperanza de un mañana mejor.

La gente vivía, o más bien sobrevivía, sus pesados días y frías noches sin llegar siquiera a provecho alguno. No había niños en ese extraño lugar, nunca se les vio por ninguna parte. Era de esperarse pues toda pureza y alegría infantil era rechazada por la atmósfera de aquel extraño pueblo.

Sin embargo, una mañana de viernes algo sorprendió los rostros de los lúgubres habitantes. Una esfera de color rosa chillón apareció rodando por una de las calles y tras de ella corría un pequeño niño gritando y balanceando los brazos de tal manera que parecía que en cualquier momento el pequeño se echaría a volar por su pelota.

Los temerosos pueblerinos se ocultaron en sus casas, hasta que la pelota decidió cortar su huída en la roída plaza principal. Ahí el niño también se detuvo y tomó en sus pequeñas manitas el travieso juguete.

Era un pequeño de no más de metro y medio de altura, tan delgado como un fideo y tan ligero como una pluma, sus grandes ojos cafés se engrandecieron al darse cuenta de que el lugar en que estaba no era en el cual debería estar. Volteó a todas partes en busca de ayuda, tal vez algún amable viejo o una consciente señora podría indicarle a donde ir o qué tan lejos estaba de sus padres.

Pero no había nadie.

Ni una sola alma que le brindara aquella calidez y amabilidad que tanto se necesita cuando uno se encuentra perdido en un lugar tan extraño y sombrío.

Cualquiera hubiera podido predecir lo que pasaría a continuación, que el niño se sentaría a llorar en medio de la plaza, que gritaría “Mamá” y “Papá” a todo lo que daban sus pequeños pulmoncitos… pero se habrían equivocado.

La pequeña criatura se quedó estática por un momento, se mostraba confundida pero no asustada. Después de algunos minutos su pequeño rostro se iluminó como si una brillantísima idea, incluso más brillante que aquellas concebidas por las más grandes mentes humanas, se le acabara de ocurrir.

Sus grandes ojitos miraron al piso, y la mirada siguió el rastro de huellas trazado en el camino de cenizas hasta más allá de la Avenida Principal. ¡Ése era su camino!

Corrió de prisa gritando y riendo con aquella libertad que solo les es concebida a la pureza e inocencia del alma hasta la salida del pueblo y se perdió en la bruma que rodeaba permanentemente el pequeño pueblo. No se le volvió a ver más ese día, ni el siguiente, ni la siguiente semana ni el siguiente mes. Nunca más.

No obstante los habitantes siguieron hablando del incidente por días, semanas, meses… incluso años. Todos comentaban de la paz común y corriente que fue rota por una pequeña criatura, quizá un duende, con una extraña esfera rosa, quizá su bola de cristal o la cabeza de alguna víctima. Todos lo contaban y señalaban con un entusiasmo extraño en ellos el camino que el pequeño cruzó para salir de ese pueblo.

Pero ninguno de ellos se atrevía a seguir el trazo de huellitas por la ceniza hasta el final de la calle y el inicio de la bruma protectora. Ninguno de ellos se atrevía a averiguar qué había más allá de su mundo gris y estéril, entre los hombres solo se hablaba del miedo a la muerte y a lo desconocido, pero nunca sobre la esperanza de una rayo de sol y de una vida mejor.

Con los años las pequeñas huellitas se fueron borrando y la leyenda del duende aterrador persiguiendo la cabeza de su víctima se fue perdiendo, hasta que ya nadie más tuvo espacio en su mente para recordarla.

Y es que así pasa muchas veces, amigos míos, que solamente se mira aquello en lo cual se ha nacido pero nunca se habla de algo mejor… solo del temor a ver algo más allá de lo que se conoce.

Fin.